El verano que pasé trabajando en L’Escala (Girona). Entre marañas de recuerdos de aventuras, alguna que otra noche etílica, sorprendentes amistades que aún perviven tan frescas como entonces y otras grandes nimiedades más, se me cuela hoy una indiferente observación que pasaba entonces por inocente anécdota pero que me parece ahora un triste indicio.
Había por allí mucho turista usamericano, y nunca dejó de sorprenderme que día tras día muchas familias estadounidenses –casi todas- eligiesen comer en el Burguer King en el que trabajaba. El establecimiento estaba en primera línea de la playa, a su lado restaurantes españoles especializados en paellas, otros en comida mediterránea, tascas con todo tipo de tapas a buen precio, baretos de los de toda la vida con pinchos de tortilla… un mundo, vamos. Y los estadounidenses se iban a comer una hamburguesa al Burguer King. ¿Por qué recorren entonces miles de kilómetros? «Para eso haberte quedado en Arkansas». No sé, personalmente no me iría a Manila a comer lentejas. ¿Qué pasa con esto? No pasa nada, pero algo pasa.
Esta actitud tan típicamente occidental no atañe únicamente a los placeres culinarios. Vamos a hablar de cine.
¡Cuánto atrae oriente a occidente! Sus colores, sus ritos, ¡India!, ¡Japón! ¡China y su cultura milenaria –que diría alguno, el mismo que dice marco incomparable o atmósfera claustrofóbica, porque la China es siempre milenaria y el marco es siempre incomparable y la atmósfera claustrofóbica, que no sabe este alguno que es posible separar ambas palabras y está científicamente comprobado, pero me callo ya no siendo que ese alguno sea también yo-!. Sí, nos atrae, pero para pervertirlo, para occidentalizarlo. Algo exótico vale, pero no mucho eh, no siendo que nos suene demasiado a chino. Cualquiera que haya sido sometido a la indecorosa experiencia del visionado de “Memorias de una Geisha” (Memoirs Of a Geisha, 2005, Rob Marshall) sabe de lo que hablo (como occidental me sentí avergonzada, si hubiese sido oriental estaría con cabreo de tres pares de coj). ¡¿Entonces para qué?!.
Desde el otro lado ya han pillado de qué pie cojeamos, así que algunas de sus industrias se han dedicado últimamente a occidentalizar ellos mismos sus productos con el fin de venderlos mejor a este lado –“Caramel” (Caramel, 2007, Nadine Labaki)-. La pela es la pela. También en la Plaza Mayor de Madrid damos nosotros a los ‘guiris’ paellas ultracongeladas que menos españolas son de todo pero que a ellos les sabe a gloria, y así, tan contentos, sentados al sol en sus terracitas, todos colorados, intentando pronunciar el nombre de las tapas, y nosotros cobrándoles pedazos de hielo amarillo a precio de pepitas de oro.
Tampoco es que sea nuevo esto. Hollywood siempre importó talentos extranjeros para, una vez domados, que hiciesen las mismas cosas que hacían los de allí. Pues vale. Y recuerdo ahora una cosa que no tiene que ver pero que en algo se conecta con lo que estamos hablando: a los actores negros de principios de siglo (el pasado, claro) antes de salir al escenario…los pintaban de negro. Un día pillaremos a Ron Howard preparando la segunda parte de “Memorias de una Geisha” pintando de amarillo a Zhang Ziyi. En fin. Y luego rechazan a excelentes autores autóctonos porque son ‘demasiado orientales’. ¡Ay Rivette!.
Es como aquel que en un restaurante pakistaní decide tomar una especialidad típica del país y luego le pregunta al camarero si tiene un poquito de ketchup. Parece que si no es así no tragamos con nada. Una pena.
Os dejo dos enlaces recientes muy interesantes relacionados con todo esto que haríais muy bien en ojear y me voy a comer que tanto hablar de comida me ha entrado hambre:
http://www.contrapicado.net/critica.php?id=271
http://espejopintado.blogspot.com/2008/03/crtica-seda.html