miércoles, 26 de marzo de 2008

Ketchup o el catetismo de occidente.


El verano que pasé trabajando en L’Escala (Girona). Entre marañas de recuerdos de aventuras, alguna que otra noche etílica, sorprendentes amistades que aún perviven tan frescas como entonces y otras grandes nimiedades más, se me cuela hoy una indiferente observación que pasaba entonces por inocente anécdota pero que me parece ahora un triste indicio.

Había por allí mucho turista usamericano, y nunca dejó de sorprenderme que día tras día muchas familias estadounidenses –casi todas- eligiesen comer en el Burguer King en el que trabajaba. El establecimiento estaba en primera línea de la playa, a su lado restaurantes españoles especializados en paellas, otros en comida mediterránea, tascas con todo tipo de tapas a buen precio, baretos de los de toda la vida con pinchos de tortilla… un mundo, vamos. Y los estadounidenses se iban a comer una hamburguesa al Burguer King. ¿Por qué recorren entonces miles de kilómetros? «Para eso haberte quedado en Arkansas». No sé, personalmente no me iría a Manila a comer lentejas. ¿Qué pasa con esto? No pasa nada, pero algo pasa.

Esta actitud tan típicamente occidental no atañe únicamente a los placeres culinarios. Vamos a hablar de cine.

¡Cuánto atrae oriente a occidente! Sus colores, sus ritos, ¡India!, ¡Japón! ¡China y su cultura milenaria –que diría alguno, el mismo que dice marco incomparable o atmósfera claustrofóbica, porque la China es siempre milenaria y el marco es siempre incomparable y la atmósfera claustrofóbica, que no sabe este alguno que es posible separar ambas palabras y está científicamente comprobado, pero me callo ya no siendo que ese alguno sea también yo-!. Sí, nos atrae, pero para pervertirlo, para occidentalizarlo. Algo exótico vale, pero no mucho eh, no siendo que nos suene demasiado a chino. Cualquiera que haya sido sometido a la indecorosa experiencia del visionado de “Memorias de una Geisha” (Memoirs Of a Geisha, 2005, Rob Marshall) sabe de lo que hablo (como occidental me sentí avergonzada, si hubiese sido oriental estaría con cabreo de tres pares de coj). ¡¿Entonces para qué?!.

Desde el otro lado ya han pillado de qué pie cojeamos, así que algunas de sus industrias se han dedicado últimamente a occidentalizar ellos mismos sus productos con el fin de venderlos mejor a este lado –“Caramel” (Caramel, 2007, Nadine Labaki)-. La pela es la pela. También en la Plaza Mayor de Madrid damos nosotros a los ‘guiris’ paellas ultracongeladas que menos españolas son de todo pero que a ellos les sabe a gloria, y así, tan contentos, sentados al sol en sus terracitas, todos colorados, intentando pronunciar el nombre de las tapas, y nosotros cobrándoles pedazos de hielo amarillo a precio de pepitas de oro.

Tampoco es que sea nuevo esto. Hollywood siempre importó talentos extranjeros para, una vez domados, que hiciesen las mismas cosas que hacían los de allí. Pues vale. Y recuerdo ahora una cosa que no tiene que ver pero que en algo se conecta con lo que estamos hablando: a los actores negros de principios de siglo (el pasado, claro) antes de salir al escenario…los pintaban de negro. Un día pillaremos a Ron Howard preparando la segunda parte de “Memorias de una Geisha” pintando de amarillo a Zhang Ziyi. En fin. Y luego rechazan a excelentes autores autóctonos porque son ‘demasiado orientales’. ¡Ay Rivette!.

Es como aquel que en un restaurante pakistaní decide tomar una especialidad típica del país y luego le pregunta al camarero si tiene un poquito de ketchup. Parece que si no es así no tragamos con nada. Una pena.

Os dejo dos enlaces recientes muy interesantes relacionados con todo esto que haríais muy bien en ojear y me voy a comer que tanto hablar de comida me ha entrado hambre:

http://www.contrapicado.net/critica.php?id=271
http://espejopintado.blogspot.com/2008/03/crtica-seda.html

martes, 25 de marzo de 2008

Amores.


Porque al final… ¿qué nos gusta de una peli?. Me refiero a las pelis que nos gustan de verdad, esas cuyos diálogos recitamos de memoria, o cuyas imágenes guardamos religiosamente en nuestras retinas y recuperamos de cuando en cuando con regusto de añoranza y un punto de excitación. Esas que hemos visto tantas veces que a poco que nos esforcemos podríamos recuperarlas mecánicamente en nuestras mentes y volver a repasarlas escena por escena, a modo de plegaria, como reza el beato.

Y, reconozcámoslo, a veces estas pelis no son ni mucho menos las mejores de la historia del cine… pero entonces, ¿por qué nos llegaron de ese modo?.

Creo –y no pienso, creo- que la pregunta es similar a otra y la respuesta es también parecida.

Cuando nos enamoramos de alguien, ¿de qué nos enamoramos exactamente?. Nos enamoramos de sus gestos, de su voz, de sus opiniones, de su cuello que es el mejor lugar del mundo, de sus zapatos o de la calle en donde vive, nos enamoramos de todo eso en general y a la vez de nada de ello en particular. El cine está teñido del mismo misterio incomprensible de los amores. De repente una película nos atrapa como nos ha atrapado esa persona, y es por sus valores cinematográficos, por el momento en que la vimos, por sus personajes, por su guión –que tanto hablaba de nosotros mismos-, por sus evocadoras imágenes, por su música, por la calle en que vive su protagonista, por sus zapatos, sus gestos…por todo eso en general y por nada de ello en particular.

domingo, 23 de marzo de 2008

Primeras veces.


Hoy he visto por primera vez una grande grande grandísima película de Dreyer. Era la única de entre la, por otra parte escasa, audiencia de la improvisada minisala que no la había visto antes. He pensado que tenía suerte, porque el placer de acercarte por vez primera a una película que te encanta, que te emociona, y que está destinada a caminar contigo por el resto de tus días, es una experiencia impagable.

He pensado también que de ahora en adelante no veré ninguna película más. Ni las clásicas ni las actuales, ninguna. Así podré verlas todas por primera vez.

Uy…