sábado, 16 de febrero de 2008

"Canciones de amor en el Lolita`s Club", Vicente Aranda

Un paso atrás.

Podemos asumir la falta de ritmo o la irregularidad de éste en las producciones españolas como un mal endogámico de nuestra filmografía. Por supuesto no es el único vicio de nuestras películas, y por supuesto no es un defecto que aparezca en el cien por cien de éstas, pero sí supone un peligroso denominador común sobre el que cabría reflexionar. Canciones de amor en Lolita’s Club, último trabajo hasta la fecha del veterano director patrio Vicente Aranda y basado en la novela homónima de Juan Marsé, es una de estas obras en las que la carencia de ritmo es tan patente como incómoda, y es que después de un arranque más o menos interesante la película se pierde irremediablemente en un mar de escenas ciertamente aburridas, escasas de fuerza y atractivo, y a veces incluso grotescas.
Canciones de amor en Lolita’s Club cuenta las historia de dos hermanos gemelos con sendas deficiencias: una emocional, la de Raúl, un policía alcohólico y violento que tras ser expedientado decide visitar a su familia; y otra intelectual, la de Valentín, que hace de chico para todo en el prostíbulo en el que trabaja Milena, de la cual está enamorado. Eduardo Noriega interpreta con notable esfuerzo pero desigual suerte ambos personajes, ya que si bien se llega a percibirlos como dos almas diferentes –algo nada desdeñable por otra parte-, en ocasiones desbarata de palabra todo lo que había expresado con la mirada, sin duda punto fuerte del actor. Lo cierto es que el espectador no llega nunca a comprender las motivaciones exactas de estos personajes, y muchas de sus decisiones parecen aleatorias y sus acciones gratuitas.
Algunas de las escenas, como el encuentro con el mafioso Moncho Tristán y sus matones en un bar, rozan lo risible –seguramente por un déficit de eficacia en cuanto a puesta en escena-, dejando al espectador circunspecto. Por si fuese poco abundan los diálogos extremadamente forzados, que cuando no son utilizados para enmascarar la descarada imposibilidad de contar visualmente lo que se quiere decir –porque este es un cine que se dedica a contar, no a mostrar, en cierto modo un no-cine, o un cine menor en cualquier caso-, vienen a subrayar molestamente hechos ya sabidos, como si el director tuviese la impresión de que el espectador es un niño al que hay que tomar de la mano para que no se pierda. A todo esto se suma la falta absoluta de interés y creatividad visual, con reminiscencias al cine de los setenta, especialmente en lo que a desnudos se refiere. Éstos están rodados con un talante que recupera los peores momentos del consabido cine del destape en un desafortunado ejercicio de retrogradismo cinematográfico, como si Aranda no hubiese superado el hecho de que filmar una teta no es cine de riesgo.
Se trata pues de una obra que para nada supone un paso adelante en la ya extensa carrera del director barcelonés, ni mucho menos en el conjunto de nuestra cinematografía, cuya principal virtud es evidenciar gran parte de las carencias típicas del pasado y del reciente cine español. Sirva acaso para señalar el camino que nunca se ha de recorrer.


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