jueves, 28 de febrero de 2008

"Las hermanas Bolena", 2008, Justin Chadwick

FAST FOOD.

Las hermanas Bolena es una de esas producciones que vienen a confirmar esa cierta equivalencia casi homónima entre las palabras best seller y blockbuster. Su director, Justin Chadwick, firma aquí un producto convencional, rutinario y de escaso interés, pero que probablemente aprovechará el tirón de los protagonistas para dejar su huella en taquilla.

Basada en la novela superventas de Philippa Gregory, Las hermanas Bolena pone en escena una tópica historia de intrigas palaciegas en la corte del rey Enrique VIII. El hecho de que BBC Films se cuente entre las productoras de esta cinta no debe dejarse pasar por alto, ya que efectivamente Las hermanas Bolena parece contagiada del espíritu de las exitosas adaptaciones televisivas históricas de la cadena británica. En este sentido es significativo que el propio Justin Chadwick provenga de la dirección de series para la televisión británica, lo cual terminaría de explicar la escasa entidad cinematográfica del film.

Como suele ser acostumbrado en este tipo de producciones, la película cuenta con un esmerado diseño artístico en el que tanto vestuario como decorados encuentran un lugar perfecto para su obligado lucimiento sin sorpresas. Las interpretaciones del trío protagonista son correctas pero superficiales, y si alguien pensaba que la rivalidad de las Bolena se traduciría en pantalla en un duelo interpretativo entre las actrices que les dan cuerpo y voz… se equivoca. Por supuesto no ayuda a crear interpretaciones memorables la construcción de unos personajes planos y sin matices en favor, se supone, de un ritmo que tampoco termina de cuajar. La omnipresente partitura de su banda sonora recorre la cinta de principio a fin aportando más bien poco, y molestando la mayoría de las veces. Para terminar de redondear la escasa personalidad del film, su director se entrega a una realización conformista y banal poco destacable, en la que un único motivo resulta sugestivo: la propuesta de comenzar algunas de las escenas en la corte situando la cámara detrás de una pared, de celosías o de telas, dando la sensación así de que la cámara misma está intrigando, espiando, como si escuchásemos detrás de las paredes o mirásemos por una cerradura. Detalles como estos pueden parecer nimios pero no lo son en absoluto, es más, suponen a veces la diferencia entre un gran director y un director convencional.

Las hermanas Bolena no aporta nada nuevo. Mucho más interesante y divertida, también ambientada en la corte del monarca británico, es La vida privada de Enrique VIII (The Private Life Of Henry VIII, Alexander Korda, 1933) por ejemplo. O si se quiere la reciente María Antonieta (Marie Antoinette, Sofía Coppola, 2006), referida ésta, obviamente, a la corte francesa.

Película innecesaria en definitiva, que pasa por ser uno más de los incontables productos que la industria anglosajona fabrica con atractivo envoltorio y contenido vacuo, listo para el consumo y que una vez engullido no dejará ni rastro de su paso por nosotros.
PUBLICADA TAMBIÉN EN: www.contrapicado.net

"yo", 2007, Rafa Cortés

Con pelis como ésta el cine español parece otro. Y es que efectivamente hay otro cine español, un cine que huye de su propia tradición para ser diferente, que niega su herencia para ser sí mismo, y para demostrar que se pueden hacer otras cosas. Porque claro que se pueden hacer otras cosas.

Y "yo" (sí, sí, que va así en minúscula) es una de las propuestas que dejan en evidencia a esas cintas que juegan en la primera división de la industria actual, mataharis y demás, que ya sabemos todos a qué nos referimos. Diría que sus responsables tuvieron que sonrojarse al ver "yo" pero... ¿la habrán visto?. No estoy muy segura.

No tengo nada contra las niñas bonitas de la industria, el cine mediocre también sirve, en cierto sentido quizá sea hasta necesario. El problema es que su sombra es tan alargada que oscurece perlas como "yo", que terminan por no encontrar ni reconocimiento, ni facilidades para su exhibición, ni ganas de seguir luchando por ese otro cine, ni nada. ¿El Goya para "La soledad" significa que algo ha cambiado?. Ya lo veremos.


martes, 19 de febrero de 2008

EL CINE & LAS PELÍCULAS.

Porque no es lo mismo una cosa que otra.
Cada vez hay menos cine en los cines. Para ver cine una tiene que ir a verlo a los museos, a los centros culturales, a los festivales. Qué hay en los cines entonces? pues nada, películas. Al público en general no le interesa demasiado el cine, quieren películas. Tampoco se lo debemos reprochar, es lícito. La misma gente que no pasaría la tarde del domingo en el CCCB tampoco la pasaría con Kiarostami, por supuesto, prefieren a Ron Howard. Porqué nos quejamos entonces de los escasos estrenos de interés y calidad desde nuestro punto de vista, cinéfagos incansables? simplemente acaso ése no sea su lugar, y debemos asumirlo ya, como colgar un Miró en un centro comercial y pretender que los clientes de sábado por la tarde le hagan reverencias.

domingo, 17 de febrero de 2008

A LADYM PRODUCTION

Pues aquí empieza todo.

Mi primera intención a la hora de crear este blog era el de publicar mis fotos eróticas con máscara de cuero y látigo en mano, pero este santo servidor no me ha permitido insertarlas. Comprendo que dichas imágenes puedan herir las sensibilidades más conservadoras, pero no entiendo que el mundo tenga que ser privado de semejante documento. No lo encuentro justo. Con la ilusión que me hacía. Amantes del cuero! Sados, masos, sadomasos, fans del bondage, fetichistas, finos cultivadores de la dominación inglesa y pervertidos en general!: no cejaré en mi intento, lo juro!.

Así que una vez frustrado mi sueño de pornowebmaster, finalmente me he decidido por orientar el presente blog a una afición más obscena aún que la anteriormente mencionada. Hablo del cine por supuesto. No sé como irá el tema porque por lo pronto soy mi única visitante, pero como soy bipolar y mi otra yo me da bastante conversación de momento no me preocupa la ausencia de diálogo. Aún así espero que los perversos cinéfilos que navegan en este inefable universo digital tengan a bien de vez en cuando aportar sus propias obscenidades.

Pues aquí sigue todo..

DECÁLOGO PARA UNA CRÍTICA TRANSVERSAL.

La crítica...

1.- No necesariamente tiene que estar hecha de palabras.
2.- No necesariamente ha de ser honesta.
3.- No necesariamente tiene que ser inteligente ni coherente.
4.- No necesariamente debe ser útil.

Fdo: el reverso diabólico de la Lady.

sábado, 16 de febrero de 2008

"Arrebato", 1979, Iván Zulueta

CINE.
Cine, vida, cine, vida, cine. El vampirismo. Drogas, cine. La infancia. El sueño del recuerdo del pasado. La utilización del sonido, la voz en off de Will More. También Eusebio, también Cecilia. Los cortos integrados. La muerte. Arrebato. La creación, el cine. Las imágenes. La locura. La vampirización de las imágenes. El negativo. Cine. Mirar. Mostrar. Iván. El cine es una droga. El cine es muerte. El cine hace fantasmas, atrapa cadáveres Iván. Arte. Cine. Mentira.
Imprescindible. Simplemente.


"My Way", J. A. Salgot. Ese cine español...

OFF.

De cuando en cuando surgen determinadas producciones que, como en el caso de MyWay, ostentan la encomiable virtud de poner de acuerdo tanto a crítica especializada como a público en general: a nadie le gusta. A la espera de saber cómo resultará finalmente su paso por la taquilla y por varios festivales nacionales e internacionales, augurar un discreto papel para la nueva obra del realizador J. A. Salgot –que allá por 1980 tan positivamente había sorprendido en su debut con Mater amatísima- no sería una apuesta demasiado arriesgada.

Myway cuenta la historia de un pequeño narcotraficante de mediana edad, Marc, centrando la atención en su entorno familiar. Los problemas maritales, la revisión de las relaciones paterno-filiales, el alzheimer y la incomunicación son los temas propuestos en lo que pretende ser un psicodrama intimista con dosis de thriller, pero que no termina por ser ni lo uno ni lo otro, diluyéndose en una sucesión de escenas cada vez más artificiosas y aburridas que acaban por llevar la cinta a tierra de nadie. Los actores no convencen, y tampoco parece un alarde de creatividad representar la muerte de un personaje haciéndole caminar por un aséptico pasillo al fondo del cual le espera una luz cegadora. En medio de este descalabro, su director se dedica a articular frenéticos movimientos de cámara con reiterados reencuadres a base de zooms que vaticinan una postrera sobredosis de gelocatil. Todo ello provoca que el resultado final se acerque a un inédito híbrido a medio camino entre el serial televisivo y el cine independiente mal entendido, una suerte de prime time para afectados intelectuales modernillos tan evidentemente banal que no engaña a nadie.

Pero lo realmente peligroso de Myway no es su insustancial trama, ni si quiera su molesta realización, sino la ausencia total y absoluta de reflexión sobre sí misma. No hay atisbo de meditación profunda alguna detrás de cada una de las decisiones formales, no hay una concepción propia, las elecciones no representan la respuesta a ninguna necesidad, no hay voluntad, sólo aleatoriedad. ¿Sería el autor capaz de responder si alguien le hiciese la en principio sencilla pregunta: por qué?. La falta de propuestas, de inquietud o curiosidad, inunda las imágenes de un vacío que nunca podrá llenar la preciosista fotografía ni tampoco la banda sonora original, sin ideas no hay cine.

Este modelo de ‘películas huecas’ no son, desgraciadamente, muestras puntuales que supongan la excepción que confirma la regla, sino que vienen a reafirmar la existencia de determinada ideología sobre lo que significa hacer cine bastante alejada de la realidad. La extraordinaria y en otros sentidos maravillosa democratización de las formas de producción y reproducción cinematográfica -y en general de cualquier pieza audiovisual- acentúan aún más la ingenua noción de que cualquiera puede hacer cine. Esto no es más que un espejismo. El cine no nace mágicamente al presionar el on de una cámara.

"Paris, je t'aime", 2006, VV.AA

"Road Spain", Jordi Vidal

PROMESAS VACÍAS.

Después de un funesto día en que parece perder todo lo que tiene, Marc, protagonista de Road Spain, decide romper con su vida echándose a la carretera al volante de una autocaravana y dejando que los viajeros accidentales con los que se encuentra en el camino guíen sus pasos. Tras esta sencilla pero sugerente premisa expresada en un atractivo prólogo, el relato irá perdiendo buena parte del interés visual y narrativo con el que había sorprendido en sus primeros lances.

Lo que no parece ya tan sorprendente es asistir a filmes que, como Road Spain, no cumplen sus promesas. Al tratarse en este caso de una producción española no faltarán voces que esgrimen el tradicional discurso de la sempiterna crisis de nuestro cine y apunten por enésima vez a las carencias de esta filmografía. No se pretende ocultar nuestras heridas internas, que las hay, pero sería interesante tomar el cine actual en una perspectiva más general para afirmar con justicia que este es un mal al que el espectador está tristemente acostumbrado, circunstancia ésta que no se debería pasar por alto. Desde este punto de vista no se habla de películas poco sinceras sino más bien incapaces, películas con la habilidad de levantar unas expectativas en su comienzo que nunca terminan por confirmar, faltando a su palabra y cayendo así en su propia trampa.

En el caso de Road Spain no se acierta a comprender si el hecho de que la película se derrumbe después de su primera media hora responde a la circunstancia de que Jordi Vidal, su director y guionista, se queda sin más cosas que decir/mostrar, o si el problema es que no sabe como decirlas/mostrarlas. Más grave aún: conforme avanza el metraje el autor parece contagiado de la misma indolencia de su propio protagonista, y va tomando fuerza la impresión de que la indecisión del uno es el reflejo de la del otro, para finalizar con la peligrosa sensación de que el autor no ha sabido como concluir su historia. Esta incertidumbre, que evidencia las limitaciones del director como guionista, ensombrece además sus capacidades como realizador. Jordi Vidal sabe llevar al público del drama a la comedia con cierta soltura, le saca provecho dramático a los paisajes por los que trascurre el personaje (aún siendo una escena en interiores, la de la cena en la casa del ex convicto, la más atractiva de todo el film) y consigue hacer un uso de la cámara medianamente interesante, sin aspavientos, con modestia y corrección. El problema es que aún así parece necesitar el respaldo de escenas sólidas desde el punto de vista del guión para dar lo mejor de sí mismo, ya que cuando tropieza el guión, el film entero se hunde.

Es razonable no obstante reconocer la humildad con la que Jordi Vidal aborda ésta su primera obra, sin duda ambiciosa pero nunca pretenciosa, en un momento en el que tanto abundan cierta clase de autores con la molesta necesidad de llamar la atención sobre sí mismos y demostrar(se) su destreza como cineastas, exista ésta o no.

"Centauros del desierto" (The Searchers), John Ford

¿Puede un perdedor ser un héroe?.
En la impecable primera escena de la película una puerta se abre, en un doble encuadre –el de la cámara y el de la puerta, con la silueta de Martha cruzando el umbral- Ethan Edwards cabalga lánguidamente hacia la casa aún con el uniforme confederado tres años después de finalizarse la Guerra de Secesión. Así nos presenta John Ford a su héroe: volviendo cansado a un hogar que no es el suyo con el viejo uniforme de una guerra que no pudo ganar. Acaso en esta ocasión no sea ya John Wayne un héroe.
Ethan Edwards es un personaje lleno de sombras y así lo rueda John Ford en un maravilloso ejemplo de sabiduría y sensibilidad cinematográfica. Pareciese que Ford huyese de los primeros planos claros a su protagonista con la misma sutileza y firmeza con que Ethan huye de las preguntas sobre su pasado. Y es así, entre las sombras, donde el protagonista parece más cómodo. Sabemos que profesa un odio fanático a los indios, especialmente a los comanches, sin embargo es un gran conocedor de sus costumbres y creencias y en ocasiones parece hablar de ellos con admiración. Pero es que entre los blancos tampoco deja nunca de sentirse un extraño, hecho que Ford se encarga de subrayar en múltiples escenas –esas puertas que siempre se cierran dejándole fuera-. Ethan Edwards no tiene raíces, no es blanco ni comanche, es del desierto. Es la personificación misma de la tierra y la época en la que habita, con sus contradicciones, su brutalidad.
Este es un western que toma distancia con muchas de las convenciones clásicas que venían repitiéndose en este tipo de películas. Para empezar, como se señala anteriormente y pese a su ulterior transformación interna, a priori resulta complicado calificar a su protagonista de “héroe”, un déspota racista y malhumorado con un comportamiento y una ideología sobre las que cabría guardar muchas reservas –hasta sus propios compañeros se espantan cuando dispara a unos comanches en su huída-. Por otra parte Ford no nos muestra en ningún momento los asesinatos cometidos por los indios, mientras que no escatima en imágenes de los perpetrados por los blancos e incluso de una matanza de la “intachable” caballería de los EE.UU., hechos ante los cuales uno podría preguntarse quienes son los salvajes en esta película. Más aún, cuando al final del metraje Ethan se encuentra cara a cara con su antagonista, el jefe comanche Scar, pareciese estar mirándose en un espejo, y tampoco se debe dejar pasar por alto el extraordinario parecido con que John Ford filma a ambos personajes.
El final de la historia tampoco hace concesiones, el bien no ha triunfado sobre el mal, ni la civilización contra la barbarie, conceptos éstos que en ocasiones no se sabe muy bien a quién atribuir en esta película. Ethan ha encontrado a Debbie en lo que no se acierta a decir si ha sido un rescate, ya que la devuelve a un hogar que tampoco es el suyo. En la inolvidable última escena, que nos remite a la primera, los personajes entran en casa abrazándose pero Ethan queda fuera observando el umbral de la puerta que nunca llega a cruzar, y camina hacia el desierto... ¿puede un héroe ser un perdedor?.


"M., El vampiro de Dusseldorf", Fritz Lang

Un silbido.
Un silbido alegre y despreocupado es el sonido del horror, el preludio de la muerte. Un horror que se siente a cada fotograma, que se palpa, y que sin embargo nunca se muestra directamente. No hay una sola escena en que Fritz Lang nos enseñe cómo mata el asesino, qué es lo que hace a sus víctimas, elección ésta que no hubiese sido del todo ilógica si su intención fuese asustarnos, hacernos participar del pánico colectivo de la ciudad. El director prefiere por el contrario desplazar la violencia de las acciones a los objetos, y es entonces cuando un globo enganchado en los cables de una torre de electricidad puede tener toda la fuerza de un grito de terror. Lang dota de nuevos significados estos objetos, por otra parte tan cotidianos, tiñéndolos de espanto: una pelota que rueda sola, una mesa dispuesta para comer a la que nadie se sentará, una escalera que nadie sube… incluso hasta las sombras de la casa de la madre que espera a la hija que nunca volverá parecen saber lo que ha ocurrido, incluso hasta las ventanas parecen dibujar cruces.

Tampoco a M., el asesino, nos lo muestra inmediatamente. Lo primero que nos llega de él es su sombra proyectada sobre un cartel que habla precisamente sobre el propio asesino. Un poco más adelante nos encontramos con un plano general del vampiro y su próxima víctima, pero la cámara está demasiado lejos como para poder reparar en detalles más concretos. La primera vez que de verdad vemos la cara del asesino es una vez ha cometido ya su primer asesinato. Éste aparece en una mueca mirándose en el espejo –un objeto que aparecerá asociado al personaje en varias escenas más-, casi como un auténtico vampiro, sólo que en este caso sí se refleja, no se trata de un mito: el peligro es real.
El hecho de que no se nos muestren sus crímenes hace que hasta cierto punto el espectador no llegue a odiar del todo al asesino. Representativa es en este sentido es la escena en la que es capturado en el desván del edificio: más que un monstruo, pareciese un animal amedrentado. A partir de aquí el director da más texto al personaje, y es justamente para defenderse -en el ‘juzgado popular’ al que es sometido-. El asesino intenta justificar sus actos, y, aunque nunca llegamos a perdonarlo, provoca en nosotros cierto sentimiento de compasión y nos sentimos aliviados de que en último término sea entregado a la justicia y no eliminado en ese mismo momento. Es por tanto un personaje que llena de contradicciones al espectador. En cuanto a su interpretación, si bien es cierto que está algo sobreactuado, no deja de haber algo de repulsivo en él, contrapunto que sirve muy bien al film.

Ejércitos enteros avanzan por las calles desiertas de Dusseldorf en busca del asesino en unas escenas de gran fuerza y belleza. Sus habitantes están nerviosos, el miedo, el temor, se respira en las calles, en cada conversación, en cada gesto. Redadas en los bajos fondos, una ciudad entera en cuarentena. En esta situación no serán sólo las fuerzas del orden quienes intenten encontrar al vampiro, si no que delincuentes y mendigos, cada uno con sus diversas motivaciones y organizados de una forma extraordinariamente profesional, intentarán también dar con él. Serán precisamente ellos quienes lo apresen gracias a la ‘buena vista’ de un vendedor de globos ciego. No deja de ser irónico que sean en este caso los grupos rechazados por la sociedad quienes al fin y a la postre más útiles le hayan sido.


"Vértigo, de entre los muertos", 1958, Alfred Hitchcock

Escena Restaurante Ernie’s, minutos 15’ 40’’ / 17’ 10’’ aproximadamente.

Scottie, a petición de Elster, acude al restaurante donde esa noche cenan él y su esposa. Es en esta escena donde Scottie, al igual que el espectador, ve por primera vez a Madeleine.

Planos:
0. Fundido encadenado con la escena anterior.
1. PG exterior de Ernie’s, travelling de acercamiento hacia la fachada.
2. PM de Scottie sentado en la barra, la cámara lo abandona en un travelling oblicuo de retroceso y se adelanta en un travelling de avance entre las mesas para terminar en PG en frente de la de Elster y Madeleine.
3. PM de Scottie.
4. PG del matrimonio sentado en la mesa desde el punto de vista de Scottie.
5. PM Scottie.
6. PG de la pareja levantándose de la mesa.
7. PM de Scottie, más corto.
8. PG en el que vemos a Madeleine caminar hacia la salida, al atravesar el marco de la puerta la cámara hace una panorámica y termina encuadrándola en PP de perfil.
9. PP de Scottie de perfil.
10. PP de Madeleine, que gira la cabeza hacia la derecha.
11. PP de Scottie, que gira la cabeza hacia la izquierda.
12. PP de Madeleine dejando el encuadre por la derecha.
13. PP de Scottie de perfil.
14. PG en el que Elster y Madeleine caminan hacia la salida del restaurante abandonando el cuadre por la izquierda.
15. PP de Scottie.
16. Fundido encadenado con la escena siguiente.

La escena comienza con un travelling de acercamiento hacia la fachada del restaurante, un movimiento éste, el de la cámara avanzando, que se repite durante todo el film desde los mismos títulos de crédito.

Seguidamente vemos a Scottie sentado en la barra buscando a Elster y su mujer con la mirada, la cámara lo deja para retroceder en otro travelling y buscar también al matrimonio entre la gente. Mediante este movimiento de cámara se muestra más claramente el interior del restaurante, un lugar muy elegante tapizado en un llamativo rojo fuego en una de cuyas paredes cuelga un cuadro rodeado por flores rosas y blancas, ambos elementos –el cuadro y las flores- de gran importancia en la narración de los posteriores acontecimientos. La cámara parece centrarse en este cuadro pero por la izquierda del encuadre emerge la imagen de una mujer vestida con un chal verde brillante.
En este punto la cámara enseguida se fija en ella y se acerca en un lento y sinuoso travelling al tiempo que disminuye el sonido diegético y comienza a sonar la banda sonora. Sin ser un travelling subjetivo del personaje de Scottie, da la impresión de que el espectador y el mismo personaje hayan encontrado a la vez a Madeleine. Aún más, Hitchcock quiere imponer al espectador la mirada de fascinación del personaje y hacerle partícipe de ésta valiéndose del travelling del que hablábamos y de ciertos elementos de puesta en escena como la música, el verde esmeralda de las ropas de ella en contraste con las paredes rojas o su pose inmóvil en contraste con la relativa agitación de la sala.
Un plano medio de Scottie nos revela que efectivamente también la ha encontrado y la observa entre atraído y temeroso. A partir de aquí la cámara adopta definitivamente el punto de vista subjetivo de Scottie. En plano general aparece el matrimonio a punto de levantarse de la mesa, y observamos a la mujer en un doble encuadre que producen los vanos de dos puertas, una situada entre la sala donde se encuentra Scottie y la sala en que cena el matrimonio y otra más atrás de esta última sala. Elster y Madeleine se levantan y avanzan hacia la primera puerta, Scottie sigue mirando como se acercan y la melodía de la banda sonora va subiendo el volumen. Por un momento Elster se queda en el umbral de la puerta en una zona de cierta oscuridad, pero Madeleine surge de esta oscuridad y atraviesa el vano, casi como emergiendo de un cuadro –algo que también tiene que ver con la narración posterior-. Su cabello está recogido en un moño que forma un espiral, leit-motiv de la película.
La cámara sigue a Madeleine en una panorámica hasta que la encuadra en PP de perfil, momento en el cual el fondo rojo se ilumina y su figura resplandece literalmente. Su rostro transmite también una sensación etérea, como de escultura griega, y la melodía alcanza su máxima intensidad. Ella gira su cabeza hacia la izquierda y después nuevamente hacia el frente, abandonando el encuadre en PP –momento que coincide con la progresiva disolución de la música- por la derecha en compañía de su marido. Scottie ve a la pareja abandonar el restaurante pasando en frente de un espejo situado justo al lado de la puerta en el que Madeleine se refleja, aludiendo así a la sensación de aparición o de espejismo, y anunciando también el ‘desdoble’ posterior del personaje.
La escena acaba con un primer plano de Scottie mirando hacia abajo confundido.

Hitchcock plantea una escena en la que todos los elementos sirven a un propósito final muy claro: sugerir la mirada de Scottie y sus sensaciones al ver a Madeleine. El espectador termina por no sólo por entender perfectamente al personaje de James Stewart, sino por sentir exactamente la misma fascinación, misterio y obsesión del propio personaje. Increíble y magistral. Lección total de cine.


"Canciones de amor en el Lolita`s Club", Vicente Aranda

Un paso atrás.

Podemos asumir la falta de ritmo o la irregularidad de éste en las producciones españolas como un mal endogámico de nuestra filmografía. Por supuesto no es el único vicio de nuestras películas, y por supuesto no es un defecto que aparezca en el cien por cien de éstas, pero sí supone un peligroso denominador común sobre el que cabría reflexionar. Canciones de amor en Lolita’s Club, último trabajo hasta la fecha del veterano director patrio Vicente Aranda y basado en la novela homónima de Juan Marsé, es una de estas obras en las que la carencia de ritmo es tan patente como incómoda, y es que después de un arranque más o menos interesante la película se pierde irremediablemente en un mar de escenas ciertamente aburridas, escasas de fuerza y atractivo, y a veces incluso grotescas.
Canciones de amor en Lolita’s Club cuenta las historia de dos hermanos gemelos con sendas deficiencias: una emocional, la de Raúl, un policía alcohólico y violento que tras ser expedientado decide visitar a su familia; y otra intelectual, la de Valentín, que hace de chico para todo en el prostíbulo en el que trabaja Milena, de la cual está enamorado. Eduardo Noriega interpreta con notable esfuerzo pero desigual suerte ambos personajes, ya que si bien se llega a percibirlos como dos almas diferentes –algo nada desdeñable por otra parte-, en ocasiones desbarata de palabra todo lo que había expresado con la mirada, sin duda punto fuerte del actor. Lo cierto es que el espectador no llega nunca a comprender las motivaciones exactas de estos personajes, y muchas de sus decisiones parecen aleatorias y sus acciones gratuitas.
Algunas de las escenas, como el encuentro con el mafioso Moncho Tristán y sus matones en un bar, rozan lo risible –seguramente por un déficit de eficacia en cuanto a puesta en escena-, dejando al espectador circunspecto. Por si fuese poco abundan los diálogos extremadamente forzados, que cuando no son utilizados para enmascarar la descarada imposibilidad de contar visualmente lo que se quiere decir –porque este es un cine que se dedica a contar, no a mostrar, en cierto modo un no-cine, o un cine menor en cualquier caso-, vienen a subrayar molestamente hechos ya sabidos, como si el director tuviese la impresión de que el espectador es un niño al que hay que tomar de la mano para que no se pierda. A todo esto se suma la falta absoluta de interés y creatividad visual, con reminiscencias al cine de los setenta, especialmente en lo que a desnudos se refiere. Éstos están rodados con un talante que recupera los peores momentos del consabido cine del destape en un desafortunado ejercicio de retrogradismo cinematográfico, como si Aranda no hubiese superado el hecho de que filmar una teta no es cine de riesgo.
Se trata pues de una obra que para nada supone un paso adelante en la ya extensa carrera del director barcelonés, ni mucho menos en el conjunto de nuestra cinematografía, cuya principal virtud es evidenciar gran parte de las carencias típicas del pasado y del reciente cine español. Sirva acaso para señalar el camino que nunca se ha de recorrer.


"1408", Mikael Hafström

Muchos sustos, poco miedo.

La tiranía del actual modelo cinematográfico en cuanto a duración estándar de los filmes supone en muchos casos un lastre para las propias obras y, como consecuencia obvia, para el espectador mismo. El hecho de que semana tras semana el público se encuentre con estrenos en los que indiscutiblemente la historia no da para llenar los aproximadamente cien minutos que se supone ha de durar una película (especialmente si ésta tiene pretensiones comerciales), y que por tanto el autor se vea obligado a alargar insufriblemente la acción o a rellenar la historia principal con otras totalmente prescindibles, debería estimular cierto debate. Parece ilógico que las narraciones deban adecuarse a un tiempo que no le es natural, sino que está previamente definido y que no es buen acomodo para muchas de las obras. Las convenciones vigentes no permiten que el cine defina su propia duración en función de sí mismo. Como inevitable resultado las obras se resienten.
Basada en un relato breve de Stephen King y firmada por el director sueco Mikael Hafström, 1408 pretende ser una cinta de terror y suspense, y a ratos lo consigue. Un novelista frustrado reciclado en escéptico escritor de best-sellers paranormales, una habitación de hotel maldita… nada nuevo, sin embargo durante los cuarenta primeros minutos el director entretiene y asusta gracias a un buen trabajo del sonido y a un montaje eficaz a tal propósito. Este primer tercio del film se disfruta sin mucho esfuerzo, pero no es suficiente para mantener el resto, pues a base de repetir la misma fórmula –digna pero algo simple-, ésta pierde fuerza. El problema es precisamente que casi siempre se limita a dar sustos puntuales que levanten al espectador de su butaca, no a crear una atmósfera verdaderamente terrorífica que conmueva y perturbe. Con los modernos sistemas de sonido de las salas no es complicado hacer saltar al público de sus asientos, sin embargo -y esta es una de las características de los clásicos del terror- hacer que el espectador siga inquieto una vez haya salido del cine exige un mayor esfuerzo y una gran capacidad para sugerir. Se agradece no obstante ciertos detalles como la ausencia de elementos tan de moda en el cine de terror actual como las vísceras, la sangre o los cuchillos, o el hecho de situar el hotel maligno en pleno centro de Nueva York.
Por otra parte, 1408 fracasa estrepitosamente en su tentativa de conectar los espectros al uso con los fantasmas interiores del protagonista. Al tratarse de una adaptación de un relato corto podría interpretarse como un esfuerzo de los guionistas para alargar la acción hasta alcanzar la duración tipo de la que se hablaba al comienzo. Pero más forzada aún es la controvertida conclusión final en la que se insinúa la necesidad de creer como salvación, consideraciones pseudo teológicas éstas que, incapaz de profundizar realmente y relacionarlas de forma efectiva con la historia, bien podría habérselas ahorrado su director y decantarse por el entretenimiento puro, terreno en el que parece sentirse más cómodo.

"Alemania año cero" (Germania anno zero), Roberto Rossellini

Pocas películas pueden presumir de exceder los términos de la mera consideración artística para finalmente erigirse en auténtico documento histórico. Este filme del director italiano Roberto Rossellini forma parte del selecto grupo de obras artísticas con la capacidad de trascender sus propios límites. A modo del “Guernica” en relación a la Guerra Civil Española –pero también al horror de la guerra en general, de cualquier tipo de guerra-, terminará por imponerse como doloroso símbolo reflejo de unos hechos concretos y reconocibles.

Con evidente estilo neorrealista, Rossellini construye en esta cinta una verdadera fábula de terror (y sobre el terror). En el travelling inaugural el autor conduce al espectador por el Berlín de la posguerra, un paisaje desolado, destruido, oscuro. Muerto. Edmund camina por estos parajes apocalípticos y se adentra en las calles bernilesas cual personaje de un cuento popular que penetra en el bosque. Pero aquí no hay árboles, sino edificios heridos cuyas sombras caen amenazantes sobre él, oscureciéndole, en un efecto dramático de sobrecogedoras connotaciones.
El pensamiento de Plauto «Homo homini lupus est», repetido por Bacon y Hobbes, ilustra perfectamente el tipo de lobo de este cuento. Los habitantes de este Berlín son verdaderas manadas de lobos, jaurías humanas hambrientas, egoístas, derrotadas. Basta recordar la escena en que aparece un caballo muerto en la acera para reforzar esta idea. Rossellini retrata a los berlineses en la calle o bien de lejos o bien de espaldas, de manera que casi nunca se llega a reconocer claramente sus rostros, dejando una sensación como de sombras inanimadas, de fantasmas errantes que vagabundean dolorosamente en el infierno hirviente de la destrucción arquitectónica, moral y física. Cuando el realizador acerca su cámara a estos cuerpos el saldo no es mucho mejor: personas que sobreviven en la miseria material y espiritual, mezquindad impuesta por unas condiciones vitales extremas, miradas agresivas e inquietantes. Edmund se mueve entre estas caras, ojos y manos que dan miedo, que estremecen, que engañan, filmadas por Rossellini con poderosa ilusión de realidad.

Perdido en este abismo, Edmund es un niño que no sonríe y juega únicamente en los últimos minutos del metraje, cuando premonitoriamente simula dispararse -con la cabeza de un martillo a modo de pistola-. No muestra tampoco comportamientos excesivos característicos de su edad, ya que escasamente llora o se enfada, y sólo lo vemos comer una vez y de forma muy ligera, pues apenas toca la comida. Estos recursos le sirven al realizador, que lo sigue incansable en su inevitable contaminación, para dibujar esa sensación de pérdida progresiva de su condición natural. En sus últimos minutos Edmund mira Berlín, cierra los ojos, y unos segundos después cae aplastado contra el suelo. Más allá de su significación más literal se podría tomar este suceso como la necesidad de la muerte de cierta ideología, tan destructora como destructiva.

La textura quemada y de gran grano de todo el film contribuye a redondear esa sensación de abatimiento y destrucción. El contundente final no deja de ser coherente con el resto de la película, en la que en ningún momento se elude ni dulcifica la dureza de los hechos mostrados (Rossellini no aparta la mirada en ningún momento por más comprometidos que puedan ser éstos, como el envenenamiento del padre a manos de su propio hijo) y la omnipresencia de la muerte, idea ésta con la que se empieza –Edmund y otros personajes cabando fosas- y con la que se termina.

"Pickpocket", Robert Bresson


Desnuda de todo exceso hasta alcanzar un minimalismo en ocasiones robótico, Robert Bresson hace de este film una experiencia visual estimulante y distinta. La historia que propone la película, expresada en un sucinto avance a modo de prólogo –en el que se adivina la invitación a que el público se ‘olvide’ de la sucesión de los hechos en sí para concentrarse en cómo son descritos-, nos habla en definitiva de uno de los temas preferidos de la Historia del cine: el inadaptado.

Pero por más interesante que resulte lo que se cuenta, la auténtica fuerza de esta película está en cómo se cuenta, en la dimensión puramente visual del film, que lleva inscrita a fuego el nombre y la personalidad artística de su autor.

Si ya el prólogo puede entenderse como un ejercicio de síntesis, como la voluntad de priorizar ciertos elementos en detrimento de otros, el resto de la cinta sigue evitando dar rodeos para apostar definitivamente por un cine muy directo. Su sentido de la inmediatez se manifiesta en la manera de concretar hasta el límite los elementos de la puesta en escena, que lejos de excusar su austeridad ponen el énfasis precisamente en ésta –de lo cual puede deducir el espectador la personal concepción del cine que defendía el autor; hay aquí una filosofía detrás de las formas, una reflexión teórica que brota de cada una de las imágenes-.

Con abundantes elipsis y preeminencia de planos medios, Bresson compone una película de relativo estatismo en la mayoría de las secuencias pero que explota en las escenas de robos, auténticas coreografías de manos y pequeños gestos, de movimientos ágiles y precisos con un montaje prodigioso y más que eficaz, tan dinámico, claro y exacto como los actos que muestra y que hace de ellas verdaderas escenas de acción y suspense. Durante estas escenas el espectador siente una emoción y una seducción tales que comienza a entender la inclinación de su protagonista. La renuncia a la inserción de banda sonora extradiegética en pro de un sonido más naturalista contribuye increíblemente a reforzar el suspense, demostrando así que si bien en ocasiones la introducción de música permite subrayar o crear cierta emoción, otras veces simplemente la aplasta.

Hay un algo vivo, un algo que respira en estos momentos y que se contrapone con el resto del mundo de Michel en un París habitado por gentes como narcotizadas que vienen y van. El protagonista reacciona contra su gris realidad y alcanza su realización mediante el robo. En este punto, la atracción del protagonista por el delito es liberadora, y se convierte en un medio para explotar su talento y desarrollar su creatividad. El entusiasmo y la meticulosidad con las que aborda el aprendizaje y la ejecución del robo, es comparable con la que los artistas sienten frente a sus obras, de manera que podría incluso trazarse paralelismos entre la manera en que Michel roba y Bresson hace cine. Se descubre en algunas escenas cierta noción del delito como arte, dicho esto con todas las precauciones posibles, y siguiendo el razonamiento cabría incluso dar la vuelta a la teoría y sugerir su contrario, el arte como delito, puesto que toda obra, si de verdad es interesante, supone una ‘agresión’, una infracción, una contravención.


LA PRIMERA VEZ

Bueno pues evidentemente todos hemos tenido una primera vez. Unas fueron más afortunadas que otras: las hay memorables, las hay para olvidar. Cuál fue nuestra primera experiencia en el cine? Dónde? Cómo nos afectó en nuestras perversiones futuras?. Yo tengo una amiga cuya desvirgación fue con... "Super Mario Bros: La película". Evidentemente la chica está como está. Pero, y vosotros? Hablad, malditos, hablad!!